Le vi desnudar su cobre para jugar en el agua,
por los súbitos rumores parejeros de una rama.
Yo estaba solito y solo, sentado en una barranca,
mirando el chisporroteo de un cardumen de mojarras,
y era una tarde de estío por el huerto de los tala,
el aire rodaba dulce, como miel de lechiguana,
su fina piel de guayabo, hilos de soles andaba,
de las caricias del río al abrazo de la playa,
y el churruinche prisionero de mis sienes palpitaba,
palpitaba y... y ella abría su risa, como una jaula.
Se los dije sin los ojos... se lo dije con palabras,
se lo dije con palabras que iban muriendo en el río,
como frases deshojadas, como pétalos mordidos,
como migas de esperanza.
Nos quisimos... en la ardiente medialuna de la playa,
me obsequió una flor de ceibo, pero la dejé olvidada,
recorrimos el cariño desde el cobre, hasta la plata,
y hasta el pago de los grillos por un trillo de chicharras...
Y se marchó con la luna, la luna vino a buscarla,
por los senderos del monte, con mucho miedo en la cara.
Nos vimos de tarde en tarde, mientras campeaba a sus vacas,
visitábamos el trébol, los maizales y las parvas,
y una tarde nos cubrieron los hinojos
que levantan sus sombrillas amarillas, como niñas empinadas.
Y después... fue en el invierno, una tarde fría y clara,
como las gotas de lluvia que se escurren por los talas,
me dijo palabras tristes parecidas a las lágrimas,
y yo... cosas parecidas a pañuelos contestaba,
pero todo fue de balde, la suerte ya estaba echada,
y hubo de romper las horas, como se rompen las cartas
cuando me dijo su adiós... me desgajé sin palabras,
gritó el lucero, angustiado de verme solo en la playa,
y creo que fue esa tarde que yo encontré mi guitarra...
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