Los laberintos que dilapidan mis sueños
(lóbregos guardias de este tren),
tienen por vicio platicarse con mi genio,
y ajan mi onírico cuplé.
Abro los ojos escapando del tormento.
Luzco sediento, y no sudé.
Rota de pánico, la imagen del espejo F
busca aplacarse al comprender que hay tregua hasta la noche.
Furia del mar sobre el total
de los paisajes que teje mi inconsciente.
Rayo lunar: fuego vivaz
en su acuarela de mi amor inocente.
Persecución, y un callejón.
Resoluciones mezquinas de la suerte
que me obsequió mi yo anterior
(silencio)
Y parecieran quedarse para siempre con mi relajación.
Los pervertidos que amenazan con recelo
al porvenir de mi ilusión.
Esos, testigos de un lunático deseo.
Rabian si empleo devoción.
Son los que piensan en un coto praderoso
cuando reparan en mi haber.
Obvian que sólo con la música
he podido salvar mi vida de caer en una eterna herida.
Tu potestad. Tu autoridad.
Tu despectiva postura que asegura
la vanidad de algún disfraz
que proyectás con anémica finura
Va a socavar. Como el ritual
de tu entusiasmo posando en la tribuna
del resquemor de un perdedor,
que evoca al daño porque no encuentra alguna forma de hacer el bien.
Lóbregas secuencias tejen la epopeya de una muerte sin compasión.
Ojalá que el tiempo joda esa querella y vuelva a brotar el amor
sobre lo onírico.
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